domingo, 29 de agosto de 2010

Esa caradura de la vida


"La vida ha perdido valor, la palabra no existe, 
el honor es un viejo emblema sin significado de dignidad. 
La imposición del mas fuerte se ha convertido en ley rigurosa de la sociedad, en la ley de la selva sobre la cual tenemos que construir el quehacer diario”.

Carlos Pizarro Leongomez. Julio 20 de 1990
 

 Un hombre vestido con pantalón camuflado y una camiseta bordada en el pecho con la palabra "comandos" se acerca y pronuncia unas pocas palabras enredadas que no alcanzo a descifrar, sus ojos rojos y su extraño aspecto no me dan la menor confianza. Algo trato de responder en medio de mi propia confusión, él nota mi desconfianza, sigue trotando.

Unos pocos metros adelante veo que el hombre se detiene, se sienta en la acera. De nuevo, el encuentro, con menor temor y más humildad le entrego mi botella de agua para que beba "no puedo seguir", le entiendo finalmente, mientras me enseña la botella que le acabo de entregar. Derrotado por el cansancio no le quedan fuerzas para girar la tapa, no le quedan fuerzas para alzar el envase y beber.

"¿Dónde queda San Francisco?" me pregunta, "¿o el batallón de Soacha?", y yo le respondo que a buen paso aún lo separan hora y media de camino. "Es muy lejos, ya no puedo, estoy cansado" me repite. Decido sentarme a su lado mientras mi hermana va en busca de un "guardián de ciclovía" para que lo ayude.

Sin saber muy bien cómo abordarlo comienzo a preguntarle a este hombre; notablemente agotado física y emocionalmente, con rasgos indígenas, ojos tristes y piel ajada; una serie de inquietudes que terminan revelando una historia desoladora e inadmisible pero real.

Él ha perdido la batalla contra la vida que le ha tocado, hoy, a la una de la tarde en una acera de un barrio de Bogotá, a miles de kilómetros de su pueblo en Cesar y a once años de su antigua vida. "No quiero volver, estoy aburrido, estoy aburrido" dice insistente. De pregunta en pregunta me entero de su angustia, de su angustiante vida "soy soldado profesional, llevo once años, once años ya".

Jhon, como creo haber entendido se llama el indígena disfrazado de soldado, jugando a defender un territorio en el que no hay nación, raspaba coca en las montañas y la vendía para mantener a su familia hasta que el ejército le dio a elegir: entrar a la milicia y dejar de raspar o acabar con él y su familia. Jhon escogió la vida, escogió a su familia. ¡pero a que precio!

En los diez minutos que hablamos, que pudo aún hacerlo, pude ver todo el horror, todo el temor, la miseria y la ruina que deja la guerra, la injusticia social y la indiferencia en este país. Nada tenía que hacer este hombre, mantenido en pie por la angustia de ser llevado al batallón de nuevo y obtener un castigo por remiso, o llevar a cuestas la muerte de su familia.

¿Y porqué no vuelve a su casa o deja el ejercito por las buenas y se ocupa en otra cosa? le pregunto a jhon cuando veo llegar a una joven vestida de rojo y amarillo, una de quienes patrullan la ciclovía para atender situaciones de emergencia, "¿y... qué voy a hacer? yo no sé hacer otra cosa.

El indígena militar se tumba en la acera, ya no puede hablar más, ya no puede más. Tratamos de darle un bocadillo, le ayudo a sentarse y a mantenerse así por un rato pues el cansancio no lo deja. Segundos después llega "el gama" una especie de paramédico, le cuento que Jhon lleva más de seis horas caminando, atravesando la ciudad, con nada más que un "plon" en la sangre . Le pido que por favor lo ayude.

Y a Jhon le cuento que "el gama" lo va a ayudar a que se recupere, que no puedo quedarme más y que por favor se coma el bocadillo.

Mi hermana me afana. Yo me voy y él se queda en la vía con un desconocido más, me observa desde la roja angustia de sus ojos y yo "ciudadana cualquiera" no puedo hacer nada por darle mejor fin a su historia.

lunes, 23 de agosto de 2010

Autorretrato de lo desagradable


Por estos días he experimentado un extraño interés hacia esas aves, que semejan caballeros enfundados en sus armaduras metálicas, despreciadas por todos pero humildemente necesarias e imprescindibles para liberarnos de tanto desperdicio que siendo humanos a diario generamos.

Los zopilotes, popularmente conocidos como "chulos" se han vuelto parte de la fauna endémica de mi barrio, al cual lo atraviesa el despojo del Río Fucha. Estas aves inmensas, fuertes pero nobles, aparentemente sucias y para la mayoría estéticamente desagradables, aunque no menos que las situaciones por las cuales aparecen en plena ciudad, comparten los árboles a lado y lado de las aguas canalizadas con las mirlas, los copetones y las tórtolas que se resisten a creer en la extinción de su hábitat.

Cada tercer día aparecen con toda la extensión de su cuerpo en la vía que usan los habitantes del sector -yo incluida- para tomar el transporte hacía su trabajo y la gente no puede más que hacerse a un lado o lanzar un chillido más desagradable que el de los chulos mismos para intentar evitarlos o despejar su paso.

La ignorancia es atrevida, definitivamente, y mejor harían estos personajes -incluida yo-  al organizar y seleccionar  sus basuras en lugar  de sacarlas a deshoras y revueltas y al evitar que los transeúntes se deshagan de lo que no les sirve arrojándolo a las aguas del río que ya no soporta más residuos.

En fin, una mañana de estas, los zopilotes cansados de ser los malos del paseo mordisquearán los pies de quienes en un acto de “ignorancia atrevida” les hagan el quite y no así con su propia y desagradable basura...

El zopilote
Franz Kafka


Un zopilote estaba mordisqueándome los pies. Ya había despedazado mis botas y calcetas, y ahora ya estaba mordiendo mis propios pies. Una y otra vez les daba un mordisco, luego me rondaba varias veces, sin cesar, para después volver a continuar con su trabajo. Un caballero, de repente, pasó, echó un vistazo, y luego me preguntó por qué sufría al zopilote.

-Estoy perdido -le dije-. Cuando vino y comenzó a atacarme, yo por supuesto traté de hacer que se fuera, hasta traté de estrangularlo, pero estos animales son muy fuertes... estuvo a punto de echarse a mi cara, mas preferí sacrificar mis pies. Ahora están casi deshechos.

-¡Vete tú a saber, dejándote torturar de esta manera! -me dijo el caballero-. Un tiro, y te echas al zopilote.

-¿En serio? -dije-. ¿Y usted me haría el favor?

-Con gusto -dijo el caballero- sólo tengo que ir a casa por mi pistola. ¿Podría usted esperar otra media hora?

-Quién sabe -le dije, y me estuve por un momento, tieso de dolor. Entonces le dije-: Sin embargo, vaya a ver si puede... por favor.

-Muy bien -dijo el caballero- trataré de hacerlo lo más pronto que pueda.

Durante la conversación, el zopilote había estado tranquilamente escuchando, girando su ojo lentamente entre mí y el caballero. Ahora me había dado cuenta que había estado entendiéndolo todo; alzó ala, se hizo hacia atrás, para agarrar vuelo, y luego, como un jabalinista, lanzó su pico por mi boca, muy dentro de mí. Cayendo hacia atrás, me alivió el sentirle ahogarse irremediablemente en mi sangre, la cual estaba llenando cada uno de mis huecos, inundando cada una de mis costas.

FIN